La respuesta podría ser que no encuentro cosas dignas de ser reseñadas o, tal vez, que he perdido el interés por el producto nacional. Desde luego, si me tengo que guiar por lo que vi y escuché de Me and the Bees en La 2 de Apolo, me quedo corto en lo antes expuesto. Había oído un par de canciones que no estaban mal y había leído cosas favorables, así que, tras equivocarme de hora y de precio, me planté en la sala sin saber que me esperaba la apoteosis de la ñoñería y la tontez.
Si una panda de amigos (más amigas, de hecho, pero eso es colateral) decide hacer merienda-cena en torno a unos instrumentos en una sala de conciertos, al menos, por favor, que no cobren entrada. Porque la gente, como servidor, se calienta y se enfada. Que sean un grupo malo malete no sería tan grave si no fuera por el rollo amateur -esa actitud tan indie- de parlotear entre ellos como si fuera la primera vez que actúan, saludar a todos los conocidos del respetable y aburrir hasta el hastío con la gracia que les hace su impericia.
Eso fue con la ley antitabaco recién estrenada. Sí, ya, yo no fumo, pero suerte tuvo el cuarteto de eso, que si no subo y les muerdo. Su ridícula propuesta quedó aún más en evidencia cuando luego subió al escenario un combo ultraortodoxo de soul del que ya me declaro fan para los restos: The Confidents. Un cuarteto de músicos más que engrasado y tres chicas a las voces en estado de gracia confirmaron que no hay como ensayar para sonar bien y que más vale caer en gracia que ser gracioso.
Esta peculiar ladies night -bajo los focos, que en la platea había de todo- se cerró con las pamplonesas Las Culebras, cuatro mozas devotas del hard rock setentero -y del heavy light ochentero, por qué no decirlo- que no tocaban nada mal, pero a las que la sonorización de las voces les jugó una mala pasada. Su fiereza guitarrera resultaba hasta entrañable, al igual que sus peinados a lo Joan Jett.
Vamos a lo serio. Unos días después hubo cita en Sidecar para rendir pleitesía al cerebro de uno de los mejores grupos españoles de todos los tiempos: 091. José Ignacio Lapido lleva más de una década inmerso en una carrera en solitario que los fans (algunos) de su vieja banda seguimos con simpatía pero sin pasión, sus discos se van pareciendo peligrosamente unos a otros y parece haberse anclado en un sonido adocenado que le acerca en ocasiones a Quique González y similares.
Con todo, fui a Sidecar en busca de un latigazo eléctrico que me sacara de mi sopor lapidesco y, sorpresa, la sala estaba bastante concurrida. Fin de la sorpresa. Lapido sigue con esos medio tiempos algo anodinos que brillan gracias a unos textos casi siempre inspirados pero que cojean por unos arreglos trillados a los que, además, la voz algo monótona del granadino no ayuda precisamente. Su nuevo álbum 'De sombras y sueños' cayó casi al completo, y sólo dos magros rescates de 091 -'La canción del espantapájaros' y 'Zapatos de piel de caimán'- y alguno del inicio de su carrera en solitario aportaron algo de nervio a la velada.
No obstante, como agradecimiento por toda la buena música que el hombre ha compuesto y grabado, compré dos CDs y unas camiseta. Que no se diga que no ayudo a la industria nacional.
Vídeo del día: 'El más allá', LAPIDO